Estaba pelando una manzana y Ken Summers se preguntó por qué su compi de piso le preguntaba si quería comer plátano, si la cesta de fruta estaba sobre la mesa y él mismo podía servirse. Apartó la mirada del cuchillo y la manzana y a punto estuvo de cortarse. Se quedó con la boca abierta mirando cómo Abel Sanztin se daba la vuelta, marcando bajo los calzones una pedazo trompeta enorme que calzaba hacia la derecha, llegándole justo hasta la cadera.
Cuando Abel se bajó la goma de los calzones y empezó a sacársela, toda durísima, enorme, gorda, larguísima, Ken se derritió mordiéndose el labio, poniéndose tontorrón, observando como se la pajeaba lentamente, de corrido, de la base a la punta del rabo, deseando probar ese plátano gigantesco que su compi le estaba ofreciendo, un desayuno para campeones.
Por supuesto que estaba dispuesto a cambiar una pieza de fruta por otra así, no tenía ni que pensárselo dos veces. Soltó el cuchillo y la manzana, se acercó a Abel, le cogió con una mano de las bolas y se pegó el atracón padre con esa majestuosa verga que conseguía llenarle la boca por completo, una enorme y larga barra de carne que conseguía saciarse su apetito voraz.
Tan delgadito, con una cara tan fina y juvenil, intentando darle un giro a la edad con esa barbita de varios días. Cuanto más le miraba y lo pensaba, más cachondo se ponía, intentando en vano comprender cómo algunos tios tan delgaditos tenían semejantes pollones guardados en la huevera de los calzones. Se sacó la polla de la boca para besarle. El rabaco cayó por su propio peso mirando firme hacia el frente, balanceándose arriba y abajo, rebotando. Abel agarró a Ken con una mano por detrás de la cabeza y le pegó un morreo mientras con la otra se pajeaba.
Ken se tumbó de lado sobre la mesa de la cocina. Ya le habían dicho de pequeño muchas veces que con la comida no se jugaba, pero a ver quién era el guapo que cumplía a rajatabla las órdenes teniendo un rabo así para chupar, para deleitarse contemplándolo lleno de babas, para atragantarse si hacía falta. Estaba exquisito y el hecho de que no fuera exageradamente gordo le ayudaba a colarlo a través del estrecho paso de su garganta.
Se tumbó bocarriba y se dejó hacer un gag the fag, una buena puta alimentada. De vez en cuando se la sacaba para tomar un breve respiro y le lamía el tronco y los huevos, sintiendo el peso de esa polla y el calor que desprendía deslizándose por encima de su nariz y sus ruborizadas mejillas. Por la forma en la que se la estaba comiendo, aquello no estaba siendo un simple desayuno, se estaba convirtiendo ya en un festín de un auténtico cerdo.
La mirada perdida en el infinito, tragando polla, sintiendo en las napias el aroma dulzón de sus pelotas que se habían pasado un día entero encerradas en los apretados calzones. Cuando se puso de rodillas para contemplar esa obra de arte, ya tenía los morros bien mojados de tanto mamar. El rastro de unas lágrimas habían brotado de sus ojos y resbalaban por sus mejillas. Eran lágrimas de puro placer.
Cogió el cilindro y se arreó unos buenos pollazos sobre la jeta antes de seguir masturbándosela entre los labios, dejándola preparada y bien engrasada para que así pudiera metérsela como a él más le gustaba, sin condón, sintiendo todo el calor y la textura de esa enorme y gigantesca barra perforando su orificio. Se puso de pie para que le diera por culo y durante ese breve recorrido, sintió el roce del suave y caliente cipote rozándole el cuello, el pecho, la cadera.
Alzó una pierna sobre la mesa y le dejó abierto su predispuesto melocotón. Un culito tan suave, tierno, redondito y apretado que Abel se negó a mancillarlo así con su enorme miembro viril, con un aquí te pillo y aquí te cepillo. Se agachó para degustarlo, para despacharlo a lengüetazos, para rasparlo con su barba de machote, para hundir el pulgar de su mano en la hendidura y notar el calor que desprendía. Pocos tios sabían comer el ojete de un hombre así de bien, tomándose su tiempo para realmerlo, para retirarse a tiempo y hacer que palpite deseando una lengua experta que lo domine.
Abel, con la tranca a punto deseando meterse por un agujero, estaba más que preparado, sentado en la silla, devorando el culazo de Ken que se había subido sobre la mesa y tenía las rodillas dobladas reposando las nalgas sobre la cabeza de su compi.
Fueron hasta el salón. Allí Ken volvió a coger la postura, dándole la espalda, subiendo un pie al sofá. Abel atacó por detrás. Se la hundió a pelo por el ojete. Tan ajustada que ni entraba ni salía. La soltó de su mano y empezó a culear, haciendo que su enorme tranca se deslizara de una vez por todas dentro de ese agujero que le volvía loquito.
Nada más sentir la presencia de algo tan grande taponándole por detrás, Ken se puso a gemir como una perra, se agarró la polla y empezó a pajearse mientras ese machote se lo zampaba a traición. Otra vez la mirada perdida, en el infinito, dejándose llevar por el placer que le proporcionaba ese pollón tan largo que llegaba a puntos erógenos dentro de su cuerpo que ningún hombre le había tocado antes. Todavía vírgenes, esperando a que un tio tan bien dotado como aquel llegase para desvirgarlos por completo.
Hombres así se merecían uno de sus bailecitos masturbadores, sentándose encima de su tranca, pajeándola duro con el culete. Ken saltó sobre esa gigantesca, durísima y empinada verga con todas sus ganas y sus fuerzas, reventándola de gusto. Miró a Abel, que no se conformaba con poco. El tio, además de guaperillas y super dotado, tenía un aguante de la hostia.
Ken le dio la espalda y volvió a sentarse sobre su polla, aprovechando la estabilidad que le daba el tener los dos pies en el suelo o en el sofá para saltar incluso más fuerte y más alto, dejando caer todo el peso de su cuerpo empalándose en el cilindro de ese zagal por completo.
Después de sentir toda esa enorme porra machacándole el culo, sacársela y volver a sentir el suave cipote intentando abrirse paso hacia el interior de su cuerpo, volvía convertirse en una experiencia inolvidable, comparable con la primera vez. Ken se sentó en el reposabrazos, abierto de piernas. Le encantó ver acercarse a Abel, con la pija dura y larga meciéndose entre sus piernas, sentir cómo segundos después los dos compis de piso se fundían en un solo hombre, enganchados como perros callejeros.
Ken regresó a las piernas de su macho. Se sentó encima clavándose en su rabo, pero esta vez mirándole a la cara. De haberlo hecho antes, habría sucedido lo que estaba a punto de suceder. Empezó a pajearse rápido y duro y después de salirle un “hostia” del alma, soltó una lluvia de chorrazos blancos y espesos al aire, nutriendo el delgadito torso de Abel, que contemplaba cómo ese pequeño cabronazo se estaba corriendo encima de su cuerpo.
Relajadito y bien corrido, Ken se tumbó en el sofá, abriendo la boca. Abel estaba de pie, masturbándose, acercándose pasito a pasito a la cara guapa de ese cabroncete hambriento. La leche salió de la polla como la lava de un volcán, bien espesa y con grumitos. Ken inclinó la cabeza y sacó la lengua a tiempo para recoger todo el colgajo de semen que caía del cipote como miel.
Lo prometido. Se había comido un buen plátano y ahora estaba relamiéndose con la leche, con los morros llenos de lefa. Como un cerdo esperando su comida, agarró el pollón de Abel y lo exprimió con la mano, haciendo que por la raja del capullo brotara ese exquisito manjar. Se lo relamió y siguió exprimiendo. La soltó, mirando cómo rebotaba, grandiosa, corrida, cargada de leche. Ya no tenía la mirada perdida en el infinito, sino bien enfocada, hacia esa enorme y gigantesca polla hecha para dar placer… y unos buenos desayunos, para campeones.
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