Fui a pasar las vacaciones a la casa de los amigos de mis padres. Dejamos las malestas en el recibidor y me dijeron que fuera a ver a Eros Mancini a la habitación de arriba, que tenía mi edad y que nos llevaríamos genial esos días. Antes no lo sabía, pero cuando abrí su puerta, cuando le encontré semidesnudo sentado en el alféizar de la ventana, con la luz del sol iluminando su cuerpo, cuando me miró con sus ojos marrones, fue el momento en que dejé a mi yo adolescente y lo cambié por mi yo hombre.
Los pocos segundos que pasaron desde que entré por sorpresa y se levantó a saludarme, me parecieron eternos, como si el propio tiempo los detuviera para darme el gusto de recrearme con tanta belleza en ese inesperado flechazo. Escapando del embrujo de su mirada, dirigí mis ojos hacia cara guapa, sus labios gruesos y los deslicé con vicio por su torso hasta legar al enorme paquete que se dibujaba en sus calzones blancos.
Se dio cuenta enseguida, no sólo de hacia dónde iba mi mirada, sino de la tienda de campaña que se me estaba formando por debajo de las bermudas. “Tienen piscina, así que cuando llegues puedes darte un baño para empezar“, me habían dicho mis padres. Por eso llegué a esa casa ajena sin gayumbos, por eso ahora el cipote de mi polla se restregaba y se blandía contra la braga del bañador.
Se levantó y me pasó rozando para cerrar la puerta detrás de mí. Olí su aroma, sentí el refrote de su verga contra el dorso de mi mano. Se acercó a la silla de mimbre que tenía cerca de la ventana, se bajó los calconcillos y se sentó, poniendo en vertical su gruesa y enorme polla, apretando con ambos pulgares para dejarla bien tiesa, mirándome.
Nunca había visto a un tio de mi edad con un pito tan grande y tan gordo. Se agarrón el pollón con la mano zurda y se lo empezó a cascar delante de mí, estremeciéndose de gusto, pasando el otro brazo por detrás de su cabeza, dejándome ver sus axilas y el bulto que se le marcaba en el biceps. Con el rabo entonado, se levantó y se puso de perfil delante de la ventana.
Era como un ser caído del cielo. Me dejé impresionar por la silueta de cada curva de su torso. Sus pectorales, abdominales, un pene rígido que formaba un ángulo perfecto de noventa grados. Me miró. Una ligera sonrisa. Ni siquiera me la había tocado, pero empecé a sentir cómo la humedad formaba un círculo mojado en torno al punto más alto de la tienda de campaña de mi bañador.