Era el más deseado, el quarterback del equipo por el que todas las nenas mojaban las bragas en las gradas cada vez que salía a jugar al campo, cuando gritaban sin poder controlar su lujuria al verle con el equipamiento tan ceñido a sus espectaculares músculos. Aún cuando se apagaban las luces del estadio, Collin Simpson era consciente de que decenas de chicas se estaban tocando pensando en él.
Pero él se dedicaba a pensar en otras cosas que le gustaban mucho más. A solas en casa, se quedaba desnudo con los jockstrap puestos, que tan bien remarcaban su impresionante huevera y su polla gorda, tocándose su cuerpo serrano y dándose placer mientras cerraba los ojos y se imaginaba de nuevo en los vestuarios, con ese característico olor a hombres recién sudados, viendo cómo desfilaban uno tras otro sus compañeros con los rabos colgando en dirección a las duchas.
Sí, mientras las chicas se estrujaban los pechos de placer y se metían los dedos en el coño mojado pensando en su fornido cuerpo, él hacía una llamadita a un tio de su larga lista de pretendientes, se ponía una venda en los ojos y le esperaba en su cama, a cuatro patas, con el culo abierto, esperando sentir las manos calientes de otro hombre en sus nalgas y su polla dura dentro de él.
A Diego Sans le encantaba llegar y encontrárselo así, tan predispuesto, poder jugar con él antes de desnudarse y dejar que le comiera la polla. Lo hacía tan bien, con tantas ganas, dando rienda suelta a la lujuria ciega que llevaba dentro, esa que no podía dejar salir a la luz por el día, donde la vorágine del mundo en el que se había metido se lo impedía.
Se ponía un condón y cuando Collin escuchaba la fricción del preservativo rodeando el pene, elevaba su piernaza musculosa y dejaba que Diego lo penetrara hasta el fondo. La cucharita le encantaba, que le dieran por culo por detrás, con fuerza, sentir las piernas de otro macho sobre la parte trasera de sus muslos. Acababa con la polla erecta fuera de la huevera, masturbándose mientras se lo follaba, soltando toda la leche.
Diego le daba un rato más cogiendo las riendas de la goma de sus gayumbos y terminaba corriéndose en ese pedazo pandero por el que las niñas volverían a suplicar al día siguiente, cuando vieran a su chico preferido arrastrar los pies por el césped del campo de juego.