Se gustaron nada más mirarse, como un flechazo, como mirarse a un espejo, verte a ti mismo paseando por la playa y sentir la necesidad de follarte, pues lo mismo les pasó a Paulo Saint y Pietro Siren. Misma estatura, misma complexión, caritas guapas, atractivas y parecidas, con rasgos latinos y árabes, enmarcadas con barbitas y bigotes de varios días.
Paulo estaba tumbado en una toalla. Al pasar Pietro por enfrente de él, le siguió hasta una cala solitaria. El chaval se puso en la postura en la que se ponen los príncipes cuando piden la mano a su princesa, pero lo que él quería no era desposar, sino mamar. Paulo se bajó los speedo por los tobillos, aunque las olas acabaron por dejarlos a sus pies y el chulazo comenzó a mamarle la verga.
Paulo cerró los ojos. No podía ser más feliz. El solecito, el ruido de las olas, el sonido de la mamada ahí abajo. Puso a Pietro mirando contra una roca y le metió el rabo por detrás sin condón. Le culeó un buen rato intentando calmar las ganas que tenía de meterla en un culito apretado. Después se tomó su tiempo para amar a ese tio guapo.
Lo recostó contra la arena y le hizo la cucharita. No podía dejar de mirar su entrepierna, con una buena mata de pelos negros adornando el rabo largo y encapuchado que tenía. Se aventuró a follárselo bocarriba en la arena, separando sus piernas e introduciendo su pene dentro de él. Sí, era jodidamente guapo. Los lefazos que le salieron por la polla no acostumbraba a verlos. Fuegos artificiales que les mojaron a los dos y que después Pietro recogió a lametazos para conducirlos a la boca de Paulo y pegarse entre los dos un festín de leche.